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lunes, 17 de mayo de 2010

Cumple tu deber: Eso es lo mejor


El sacerdocio no es tanto un don sino el mandato de servir, el privilegio de elevar y la oportunidad de bendecir la vida de los demás.
Presidente Thomas S. MonsonHermanos del sacerdocio congregados en este Centro de Conferencias y alrededor del mundo, me siento humilde por la responsabilidad de dirigirles unas palabras, y ruego que el Espíritu del Señor me acompañe al hacerlo.
Sé que nuestra audiencia abarca desde el diácono recién ordenado hasta el sumo sacerdote de más edad. Para cada uno, la restauración del Sacerdocio Aarónico a José Smith y a Oliver Cowdery de manos de Juan el Bautista, y del Sacerdocio de Melquisedec de manos de Pedro, Santiago y Juan son acontecimientos sagrados y preciados.
A ustedes, los diáconos, quiero decirles que recuerdo cuando a mí me ordenaron diácono. Nuestro obispado recalcó la responsabilidad sagrada que teníamos de repartir la Santa Cena. Se hizo hincapié en que debíamos vestir bien, tener un porte digno y ser limpios “por dentro y por fuera”. Cuando nos enseñaron el procedimiento para repartir la Santa Cena, nos dijeron que debíamos ayudar a Louis McDonald, un hermano de nuestro barrio que estaba paralizado, para que él pudiera tener la oportunidad de participar de los sagrados emblemas.
Recuerdo muy bien mi asignación de repartir la Santa Cena a la fila del hermano McDonald. Estaba temeroso e indeciso al acercarme a ese hermano tan maravilloso, pero luego vi su sonrisa y la entusiasta expresión de gratitud que indicaba su deseo de participar. Con la bandeja en la mano izquierda, tomé un pequeño trozo de pan y se lo puse en los labios, y después le serví el agua de la misma manera. Sentí que estaba en tierra santa, y así era. El privilegio de servirle la Santa Cena al hermano McDonald nos inspiró a ser mejores diáconos.
Hace apenas dos meses, el 31 de julio, estuve en el Fuerte A. P. Hill, en Virginia, donde asistí a una reunión sacramental durante el Congreso Nacional de los Scout. Estaba allí para hablarles a 5.000 jóvenes Santos de los Últimos Días y a sus líderes que habían pasado la semana anterior participando en las actividades del Congreso. Estaban sentados reverentemente en un anfiteatro tan impresionante como el coro de 400 voces del Sacerdocio Aarónico, que cantó:
Un niño mormón, un niño mormón,
yo soy un niño mormón.
La envidia de un rey puedo ser
porque soy un niño mormón1.
Oficiaron 65 presbíteros para bendecir la Santa Cena en muchas mesas sacramentales largas que se habían colocado entre la congregación. Aproximadamente 180 diáconos repartieron la Santa Cena. En el tiempo que habría tomado repartirla en un barrio grande, se sirvió a toda esa gran congregación. Qué panorama tan inspirador vi esa mañana cuando esos jóvenes del Sacerdocio Aarónico participaron en esa santa ordenanza.
Es importante que cada diácono sea guiado al reconocimiento espiritual de la naturaleza sagrada de su llamamiento. En un barrio se enseñó con eficacia esta lección en lo que atañe a la colecta de ofrendas de ayuno.
En el día de ayuno, los miembros del barrio recibían la visita de los diáconos y los maestros a fin de que cada familia pudiera hacer una aportación. Los diáconos estaban un tanto descontentos por tener que levantarse más temprano que de costumbre para cumplir esa asignación.
El obispado recibió la inspiración de llevar un autobús lleno de diáconos y maestros a la Manzana de Bienestar. Allí vieron a niños necesitados que recibían zapatos nuevos, así como otros artículos de ropa; vieron canastos vacíos que se llenaban con comestibles, y que no se hacían transacciones de dinero. Se expresó un breve comentario: “Jóvenes, esto es lo que proporciona el dinero que ustedes colectan durante el día de ayuno: alimentos, ropa y refugio para los necesitados”. Los jóvenes del Sacerdocio Aarónico sonrieron un poco más, efectuaron sus deberes con más diligencia y sirvieron con una mente más dispuesta en el cumplimiento de sus asignaciones.
Ahora, en lo referente a los maestros y los presbíteros, cada uno de ustedes debe ser compañero de orientación familiar de un poseedor del Sacerdocio de Melquisedec. Qué gran oportunidad para prepararse para la misión. Qué gran privilegio el aprender la disciplina del deber. Un jovencito automáticamente dejará de pensar en sí mismo cuando se le asigne “velar” por los demás2.
El presidente David O. Mckay dijo: “La orientación familiar es una de nuestras oportunidades más urgentes y compensadoras para criar, inspirar, aconsejar y guiar a los hijos de nuestro Padre... Es un servicio divino, un llamamiento divino. Como maestros orientadores, es nuestro deber llevar el espíritu divino a cada hogar y corazón”.
La orientación familiar contesta muchas oraciones y nos permite ver milagros en acción.
Al pensar en la orientación familiar, me acuerdo de un hombre llamado Johann Denndorfer, de Debrecen, Hungría. Se había convertido a la Iglesia años atrás en Alemania, y en aquel entonces, después de la Segunda Guerra Mundial, prácticamente era un prisionero en su tierra natal. Cuánto añoraba tener contacto con la Iglesia. Entonces recibió la visita de sus maestros orientadores. El hermano Walter Krause y su compañero fueron desde el nordeste de Alemania hasta Hungría para cumplir con su asignación de orientación familiar. Antes de partir de sus hogares en Alemania, el hermano Krause le dijo a su compañero: “¿Le gustaría ir conmigo esta semana a hacer la orientación familiar?”.
“¿Cuándo salimos?”, le preguntó su compañero.
“Mañana”, le contestó el hermano Krause.
“¿Y cuándo regresaremos?”, le preguntó el compañero.
Sin titubear, el hermano Krause dijo: “En una semana”.
Y fueron a visitar al hermano Denndorfer y a otros. Al hermano Denndorfer no lo habían visitado sus maestros orientadores desde antes de la guerra, de modo que se emocionó al ver a los siervos del Señor. Al recibirlos, ni siquiera les estrechó la mano, sino que fue a su dormitorio y sacó de un lugar oculto los diezmos que había guardado durante años. Entregó los diezmos a los maestros orientadores y les dijo: “Ahora puedo estrecharles la mano”.
Y ahora una palabra para los presbíteros del Sacerdocio Aarónico. Ustedes, jovencitos, tienen la oportunidad de bendecir la Santa Cena, de llevar a cabo sus deberes de la orientación familiar y de participar en la sagrada ordenanza del bautismo.
Hace cincuenta y cinco años conocí a un muchacho, Robert Williams, que poseía el oficio de presbítero en el Sacerdocio Aarónico. Siendo yo su obispo, era también el presidente de su quórum. Cuando hablaba, Robert tartamudeaba y vacilaba; no tenía ningún control. Tenía complejo de inferioridad, era tímido, tenía miedo de sí mismo y de todos los demás, y le abrumaba sobremanera su impedimento. Raras veces aceptaba una asignación; nunca se atrevía a mirar a nadie a los ojos; siempre se lo veía cabizbajo. Mas un día, tras una serie de circunstancias poco comunes, aceptó la asignación de ejercer su responsabilidad de presbítero para bautizar a otra persona.
Me senté a un lado de Robert en el bautisterio del Tabernáculo de Salt Lake. Sabía que él necesitaba toda la ayuda posible; vestía ropa blanca y estaba listo para la ordenanza que estaba a punto de efectuar. Le pregunté cómo se sentía. Bajó la mirada y tartamudeó de manera incoherente que se sentía muy mal.
Los dos oramos fervientemente a fin de que pudiera llevar a cabo su asignación. El que oficiaba dijo: “Ahora Nancy Ann McArthur será bautizada por Robert Williams, presbítero”.
Robert se alejó de mi lado, se metió en la pila, tomó a la pequeña Nancy de la mano y la ayudó a entrar en el agua que limpia la vida del ser humano y proporciona un renacimiento espiritual. Pronunció las palabras: “Nancy Ann McArthur, habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”.
Y la bautizó. ¡No tartamudeó ni una sola vez!; ¡no titubeó!; se había manifestado un milagro moderno. Después Robert realizó la ordenanza bautismal para dos o tres niños más de la misma manera.
En los vestidores, me apresuré para felicitar a Robert. Esperé oírle hablar de la misma forma ininterrumpida, pero me equivoqué. Miró hacia abajo y balbuceó una respuesta de gratitud.
Testifico que, cuando Robert actuó en virtud de la autoridad del Sacerdocio Aarónico, habló con poder, con convicción y con la ayuda de Dios.
Hace apenas dos años tuve el privilegio de discursar en los servicios fúnebres de Robert Williams y de rendir homenaje a ese fiel poseedor del sacerdocio que toda la vida se esforzó por honrar su sacerdocio.
Algunos de ustedes, jóvenes, tal vez sean tímidos por naturaleza o consideren que no están a la altura de un llamamiento. Recuerden que esta obra no es de ustedes ni mía solamente. Podemos alzar la mirada y pedir la ayuda divina.
Al igual que algunos, yo sé lo que es sentir el desaliento y la humillación. Cuando era joven, jugaba béisbol en un equipo en la escuela primaria y secundaria. Escogían a dos capitanes de equipo y luego ellos elegían a los que querían que jugaran en sus equipos respectivos. Claro que primero escogían a los mejores, luego a los siguientes. El que lo eligieran a uno en cuarto o quinto lugar no estaba mal, pero que lo eligieran por ser el único que quedaba y lo pusieran en la posición del campo que menos afectara al equipo era realmente terrible. Yo sé, por haberlo sufrido en carne propia.
Cómo oraba para que la pelota jamás viniera hacia donde yo estaba, pues de seguro no la podría contener, el otro equipo anotaría carrera y mis compañeros se reirían de mí.
Como si hubiera sucedido ayer, recuerdo el momento preciso en el que todo cambió en mi vida. Todo comenzó como lo he descrito: fui el último en ser elegido. Caminé angustiado hasta el rincón más relegado del campo y casi ni intervine en todo el juego. En la última entrada mi equipo ganaba por una carrera, pero el adversario estaba bateando y tenía jugadores en las tres bases. Entonces dos bateadores quedaron fuera. De pronto el bateador del otro equipo le pegó fuerte a la pelota; le oí decir: “Será un home run”. Fue humillante, ya que la pelota venía en mi dirección. ¿Podría contenerla? Me apresuré para tomar posición en el lugar donde supuse que caería la pelota, elevé una plegaria silenciosa mientras corría y extendía los brazos y ahuecaba las manos. Me sorprendí a mí mismo, ya que ¡atrapé la pelota! Mi equipo ganó el juego.
Esta experiencia me hizo tener más confianza en mí mismo, fortaleció mi deseo de practicar e hizo que en lugar de ser el último al que eligieran fuera un gran contribuyente al equipo.
Todos podemos elevar nuestra confianza; podemos sentirnos orgullosos de nuestra actuación. Hay una fórmula de cinco palabras que nos puede ayudar: Nunca nos demos por vencidos.
En la película Shenandoah hay una frase que inspira: “Si no lo intentamos, no lo haremos; y si no lo hacemos, ¿para qué estamos aquí?”.
Los milagros se pueden encontrar en todas partes cuando se magnifican los llamamientos en el sacerdocio. Cuando la fe reemplaza la duda y el servicio desinteresado elimina el egoísmo, el poder de Dios hace que sus propósitos se hagan realidad. El sacerdocio no es tanto un don sino el mandato de servir, el privilegio de elevar y la oportunidad de bendecir la vida de los demás.
El llamado del deber puede venir silenciosamente a medida que los que poseemos el sacerdocio respondemos a las asignaciones que recibimos. El presidente George Albert Smith, líder modesto pero eficaz, declaró: “Vuestro deber es primeramente aprender lo que el Señor desea y después, por el poder y la fuerza del Santo Sacerdocio, magnificar vuestro llamamiento en la presencia de vuestros semejantes para que éstos estén dispuestos a seguirnos”.
¿Y cómo se magnifica un llamamiento? Sencillamente llevando a cabo el servicio que implica. Un élder magnifica el llamamiento de élder al aprender sus deberes y después llevarlos a cabo. Es igual con un diácono, maestro, presbítero, obispo y con todos los que poseen un oficio en el sacerdocio.
Hermanos, es al hacer y no sólo al soñar que se bendicen vidas, se guía a los demás y se salvan almas. Santiago agregó: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”.
Ruego que todos los que estén al alcance de mi voz hagamos un esfuerzo renovado por ser dignos de recibir la guía del Señor en nuestra vida. Hay muchos que ruegan y oran para recibir ayuda; están los desalentados, los que necesitan una mano de ayuda.
Hace muchos años, cuando yo servía como obispo, presidí un barrio numeroso de más de mil miembros, entre ellos 87 viudas. En una ocasión, uno de mis consejeros y yo visitamos a una viuda y a su hija adulta discapacitada. Al salir de su apartamento, una dama que vivía del otro lado del pasillo estaba parada frente a su puerta y nos detuvo. Habló con acento griego y me preguntó si yo era obispo; le contesté que sí. Me dijo que había notado que yo visitaba con frecuencia a otras personas, y luego agregó: “Nadie nos visita ni a mí ni a mi esposo que está postrado en cama. ¿Tiene tiempo para venir a visitarnos aunque no seamos miembros de su Iglesia?”.
Al entrar a su apartamento, notamos que ella y su esposo escuchaban el Coro del Tabernáculo en la radio. Conversamos con ellos un rato y le dimos una bendición al marido.
Después de esa visita inicial, los visitaba con la frecuencia que me era posible. Con el tiempo, el matrimonio recibió a los misioneros, y la esposa, Angela Anastor, se bautizó. Tiempo después, su esposo murió, y yo tuve el privilegio de dirigir los servicios fúnebres y de tomar la palabra. Posteriormente la hermana Anastor, con su conocimiento del idioma griego, tradujo al griego el conocido folleto “José Smith relata su propia historia”.
Hermanos, me encanta la máxima: “Cumple tu deber, eso es lo mejor. Lo demás, déjalo al Señor”.
Jóvenes, el servicio activo en el Sacerdocio Aarónico los preparará para recibir el Sacerdocio de Melquisedec, servir en misiones y casarse en el Santo Templo.
Siempre recordarán a los asesores y a sus compañeros de los quórumes del Sacerdocio Aarónico, y de esa manera conocerán la verdad: “Dios nos ha dado recuerdos a fin de que podamos tener rosas de junio en el diciembre de nuestra vida”.
Jóvenes del Sacerdocio Aarónico, su futuro les llama; prepárense para él. Que nuestro Padre Celestial siempre les guíe al hacerlo; que nos guíe a todos al esforzarnos por honrar el sacerdocio y por magnificar nuestros llamamientos, ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.