por el élder James E. Talmage (1862–1933)
del Quórum de los Doce Apóstoles
Tanto por derivación como por uso común la palabra templo, en su aplicación literal, tiene un significado limitado y particular. El concepto esencial de un templo es y siempre ha sido el de un lugar especialmente reservado para un servicio considerado sagrado y de santidad verdadera o asumida; en una acepción más limitada, un templo es un edificio construido para efectuar ritos y ceremonias sagrados, y exclusivamente dedicado a tal objeto.
El vocablo latín templum era el equivalente del término hebreo Beth Elohim, y significaba la morada de Dios; de ahí que, por su relación con la adoración divina, literalmente significa la Casa del Señor.
En muchas edades distintas, tanto los adoradores de ídolos como los adherentes del Dios verdadero y viviente han levantado edificios considerados en su totalidad como santuarios o recintos así llamados. Los templos paganos de la antigüedad eran tenidos por habitación de los dioses y diosas míticos cuyos nombres llevaban, y a cuyo servicio se consagraban los edificios. Aunque se usaban las inmediaciones de estos templos como sitios de reunión general y ceremonia pública, siempre había recintos interiores donde solamente los sacerdotes consagrados podían entrar, y en los cuales, según se afirmaba, se manifestaba la presencia de su deidad. Como evidencia de la exclusividad de los templos antiguos, aun los de origen pagano, hallamos que el altar de adoración pagana se colocaba, no dentro del propio templo, sino delante de la entrada. Los templos jamás han sido considerados como sitios de reuniones públicas ordinarias, sino como recintos santos, consagrados a las ceremonias más solemnes de ese sistema particular de adoración, idólatra o divino, del cual el templo era el símbolo visible y el ejemplo material.
En días antiguos, el pueblo de Israel se distinguía entre las naciones como edificador de santuarios al nombre del Dios viviente. Este servicio les era requerido en forma particular por Jehová, a quien profesaban servir. La historia de Israel como nación data desde el Éxodo. Durante los siglos de su esclavitud en Egipto, los hijos de Jacob habían llegado a ser un pueblo numeroso y fuerte, mas no obstante, bajo servidumbre. En el debido tiempo, sin embargo, sus aflicciones y súplicas llegaron al Señor, quien los sacó con brazo extendido de poder. No bien hubieron escapado del ambiente de la idolatría egipcia, les fue requerido preparar un santuario en el cual Jehová pudiera manifestar Su presencia y dar a conocer Su voluntad como su Señor y Rey aceptado.
El tabernáculo ---sagrado para Israel, en calidad de santuario de Jehová, desde la época de su construcción en el desierto, y entonces durante el período en que anduvieron errantes y aun por siglos después--- se construyó de acuerdo con un plan y medidas revelados. Se trataba de una estructura compacta y portátil, acomodada a las exigencias de su emigración. Aun cuando el tabernáculo era solamente una tienda, se construyó con los mejores, los más preciados y los más costosos materiales que el pueblo poseía. Esta condición de excelencia constituía la ofrenda de una nación al Señor. Su construcción fue prescrita con minucioso detalle, así en cuanto al diseño como al material; fue en todo respecto lo mejor que el pueblo pudo dar, y Jehová santificó la dádiva ofrecida con su aceptación divina. Dicho sea de paso, tengamos presente el hecho de que, bien se trate del don de un hombre o de una nación, lo mejor, si se ofrece con toda la voluntad y con intención pura, siempre es precioso a la vista de Dios, pese a lo pobre que parezca ser cuando se le compara con otras cosas.
El llamado de proporcionar material para construir el tabernáculo se recibió con tan buena disposición y liberalidad, que se reunió más de lo necesario: “Pues tenían material abundante para hacer toda la obra, y sobraba” (Éxodo 36:7). Se hizo una proclamación al respecto, y se le impidió al pueblo llevar más. Los artesanos y obreros que habrían de trabajar en la construcción del tabernáculo fueron designados por revelación directa, o sea, escogidos por autoridad divinamente señalada, dándose particular consideración a su destreza y devoción. Examinado en relación con su ambiente, y tomando en cuenta las circunstancias de su creación, el tabernáculo era una estructura imponente. La armazón era de madera escogida, las cortinas interiores de lino fino y preciosos bordados con adornos prescritos en azul, púrpura y carmesí, sus cortinas intermedias y exteriores de ricas pieles; sus partes de metal eran de bronce, plata y oro.
A la puerta del tabernáculo, pero dentro de su atrio, se hallaba el altar del holocausto y la fuente de bronce para lavar. Un cuarto exterior, o Lugar Santo, constituía el primer compartimiento de lo que era propiamente el tabernáculo; y más adentro, protegido de la vista por el segundo velo, se hallaba el santuario interior, categóricamente conocido como el Lugar Santísimo. De acuerdo con el orden prescrito, únicamente a los sacerdotes les era permitido entrar en el compartimiento exterior; mientras que en el recinto interior, el “más santo de todos”, a nadie se admitía sino al sumo sacerdote, y éste sólo una vez al año y únicamente después de un extenso curso de purificación y santificación (véase Hebreos 9:1--7; Levítico 16).
Una de las pertenencias más sagradas del tabernáculo era el arca del pacto [convenio]. Era una caja o cofre, construida de la madera más fina disponible, cubierta de oro puro por dentro y por fuera, y provista de cuatro anillos de oro para insertar las varas que se usaban para transportarla mientras viajaban. El arca contenía ciertos objetos de importancia sagrada, tales como la vasija de oro llena de maná, guardada como remembranza, y a ésta se añadieron más tarde la vara de Aarón que reverdeció y las tablas de piedra escritas por la mano de Dios. Cuando se levantaba el tabernáculo en el campamento de Israel, se colocaba el arca dentro del velo interior, en el Lugar Santísimo. Sobre el arca descansaba el propiciatorio, al cual coronaban dos querubines de oro labrados a martillo. En este sitio manifestaba el Señor Su presencia, tal como prometió aun antes de haberse construido el arca o el tabernáculo: “Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, todo lo que yo te mandare para los hijos de Israel” (Éxodo 25:22).
No se intentará dar, en esta parte, una descripción detallada del tabernáculo, sus pertenencias o mobiliario. Para nuestro propósito actual basta saber que en el campamento de Israel existía tal santuario; que se construyó de acuerdo con un plan revelado; que era la incorporación de lo mejor que el pueblo pudo ofrecer, así en cuanto a materiales como a mano de obra; que era la ofrenda del pueblo a su Dios, y que fue debidamente aceptada por Él (véase Éxodo 40:3--38). Como se mostrará más adelante, el tabernáculo fue un prototipo del templo de mayor estabilidad y magnificencia que con el transcurso del tiempo lo reemplazó.
Después que Israel se hubo establecido en la tierra de promisión, cuando, después de cuatro décadas de andar errantes por el desierto, el pueblo del convenio finalmente tomó posesión de su propia Canaán, el tabernáculo con sus objetos sagrados se estableció en Silo, y allí se reunían las tribus para conocer la voluntad y la palabra de Dios (véase Josué 18:1; 19:51; 21:2; Jueces 18:31; 1 Samuel 1:3, 24; 4:3--4). Más tarde fue trasladado a Gabaón (véase 1 Crónicas 21:29; 2 Crónicas 1:3; y posteriormente a la Ciudad de David, o Sión (véase 2 Samuel 6:12; 2 Crónicas 5:2).
David, el segundo rey de Israel, pretendió y proyectó edificarle casa al Señor, declarando que era impropio que él, el rey, morara en un palacio de cedro, mientras que el santuario de Dios no era sino una tienda (véase 2 Samuel 7:2). Mas el Señor, hablando por boca del profeta Natán, rehusó la ofrenda propuesta y aclaró el hecho de que para serle aceptable, no era suficiente con que el presente fuese digno, sino que el dador también debía serlo Aunque en muchos respectos David, rey de Israel, era un varón aceptable a Dios, sin embargo, había pecado, y su transgresión aún no había sido perdonada. El rey declaró: “Yo tenía el propósito de edificar una casa en la cual reposara el arca del pacto de Jehová, y para el estrado de los pies de nuestro Dios; y había ya preparado todo para edificar. Mas Dios me dijo: Tú no edificarás casa a mi nombre, porque eres hombre de guerra, y has derramado mucha sangre” (1 Crónicas 28:2--3; véase también 2 Samuel 7:1--13). No obstante, le fue permitido a David recoger el material para la Casa del Señor, edificio que había de construir no él, sino su hijo Salomón.
Poco después de ascender al trono, Salomón emprendió la obra que, como herencia y honor, recibió con la corona. Puso los cimientos durante el cuarto año de su reinado, y el edificio quedó completo dentro de siete años y medio. Con la abundante riqueza acumulada por su padre el rey, y particularmente reservada para la construcción del templo, Salomón pudo imponer tributo a todo el mundo conocido y lograr la cooperación de varias naciones en su grande empresa. El número de los que trabajaron en el templo ascendió a muchos miles, y todo departamento quedó bajo el cargo de maestros artesanos. Era un honor prestar servicio en la gran estructura de la manera que fuese, y la mano de obra cobró una dignidad que hasta entonces no se había conocido. La albañilería se convirtió en profesión, y los niveles que en ella se establecieron han permanecido hasta el día de hoy. La construcción del Templo de Salomón fue un acontecimiento trascendental, no sólo en la historia de Israel, sino en la del mundo.
De acuerdo con la cronología comúnmente aceptada, el templo se terminó hacia el año 1005 a. de J. C. En cuanto a arquitectura y construcción, diseño y costo, es conocido como uno de los edificios más notables de la historia. Los servicios dedicatorios duraron siete días, una semana de regocijo santo en Israel. Se llevaron al templo, con las debidas ceremonias, el tabernáculo de reunión y la sagrada arca del pacto, la cual fue depositada en el santuario interior, el Lugar Santísimo. La condescendiente aceptación por parte del Señor se manifestó en la nube que llenó los sagrados recintos al retirarse los sacerdotes: “Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios” 2 Crónicas 5:14; véase también 2 Crónicas 7:1--2; Éxodo 40:35). Así fue como el templo reemplazó e incorporó el tabernáculo, del cual verdaderamente fue el suntuoso sucesor.
Al compararse el plan del Templo de Salomón con el del tabernáculo anterior, se ve que en todo punto esencial de disposición y proporción, había tanta semejanza entre los dos, que eran prácticamente idénticos Aun cuando era cierto que el tabernáculo no tenía sino un recinto, mientras que el templo estaba rodeado de patios, sin embargo, la estructura interior, lo que era propiamente el templo, seguía muy de cerca el diseño anterior. Las dimensiones del Lugar Santísimo, el Lugar Santo y el atrio del templo eran exactamente el doble de lo que habían sido en el tabernáculo.
La gloriosa preeminencia de este espléndido edificio fue de breve duración. Treinta y cuatro años después de su dedicación, y escasamente cinco años después de la muerte de Salomón, empezó a decaer; y esta decadencia pronto se iba a convertir en un despojo general, tornándose finalmente en una verdadera profanación. Salomón el rey, el hombre de sabiduría, el hábil constructor, se desvió en pos de los ardides de mujeres idólatras y su conducta indisciplinada provocó la iniquidad en Israel. La nación ya no era una; había facciones y sectas, partidos y credos; algunos adoraban en las cumbres de los montes, otros bajo árboles frondosos, cada partido afirmando la excelencia de su santuario particular. El templo pronto perdió su santidad; el don se desprestigió a causa de la perfidia del donador y Jehová retiró Su presencia protectora del lugar que ya no era santo.
Nuevamente se permitió que Israel fuera oprimido por los egipcios, de cuya servidumbre habían sido librados. Sisac, rey de Egipto, venció a Jerusalén ---la ciudad de David y el sitio del templo--- “y tomó los tesoros de la casa de Jehová” (1 Reyes 14:25--26). Otros tomaron parte del mobiliario, otrora sagrado, que dejaron los egipcios, y lo obsequiaron a ídolos (véase 2 Crónicas 24:7). La obra profanadora continuó algunos siglos. Doscientos dieciséis años después del saqueo egipcio, Acaz, rey de Judá, robó del templo los tesoros que quedaban y envió como presente a un rey pagano, cuyo favor deseaba granjearse, parte del oro y de la plata que allí encontró. Además, quitó el altar y la fuente, dejando solamente una casa donde en otro tiempo había habido un templo (véase 2 Reyes 16:7--9, 17--18; véase también 2 Crónicas 28:24--25). Más tarde, Nabucodonosor, rey de Babilonia, acabó de despojar el templo y se llevó los pocos tesoros que todavía quedaban, tras lo cual consumió a fuego el edificio (véase 2 Crónicas 36:18--19; véase también 2 Reyes 24:13; 25:9).
De manera que, unos seiscientos años antes del advenimiento terrenal de nuestro Señor, Israel quedó sin templo. El pueblo se había dividido; existían dos reinos, el de Israel y el de Judá, enemistado el uno con el otro; se habían tornado idólatras y completamente inicuos; y el Señor los había rechazado junto con su santuario. El reino de Israel, en el cual estaban comprendidas aproximadamente diez de las doce tribus, cayó bajo el dominio de Asiria hacia el año 721 a. de J. C., y un siglo después, los babilonios vencieron al reino de Judá. Durante setenta años los del pueblo de Judá ---conocidos como judíos desde esa época--- permanecieron en el cautiverio, tal como se había predicho (véase Jeremías 25:11--12; 29:10).
Entonces, bajo el dominio benigno de Ciro (véase Esdras 1 ,2) y de Darío (véase Esdras 6, se les permitió volver a Jerusalén y una vez más edificar un templo de acuerdo con su fe. Para honrar al director de la obra, el templo restaurado se conoce en la historia como el Templo de Zorobabel. Se echaron los cimientos con una ceremonia solemne, y la ocasión hizo llorar de gozo a los ancianos vivientes que recordaban el templo anterior (véase Esdras 3:12--13). A pesar de impedimentos legales (véase Esdras 4:4--24 y otros estorbos, la obra continuó, y dentro de veinte años de haber vuelto de su cautiverio, los judíos tenían un templo listo para su dedicación. El Templo de Zorobabel se completó en el año 515 antes de Cristo, precisamente el día 3 del mes de Adar, en el sexto año del reinado del rey Darío, tras lo cual inmediatamente se procedió a su dedicación (véase Esdras 6:15--22). A pesar de que este templo era muy inferior en cuanto al lujo del acabado y muebles, en comparación con el espléndido Templo de Salomón, fue, no obstante, lo mejor que el pueblo pudo edificar, y el Señor lo aceptó como ofrenda representativa del amor y devoción de Sus hijos del convenio. Como prueba de esta aceptación divina, consideremos el ministerio de profetas tales como Zacarías, Hageo y Malaquías dentro de sus muros.
Unos dieciséis años antes del nacimiento de Cristo, Herodes I, rey de Judea, inició la reconstrucción del Templo de Zorobabel, en ese tiempo decadente y virtualmente en ruinas. Esta estructura había durado cinco siglos, e indudablemente se había deteriorado con el tiempo.
Muchos de los acontecimientos de la vida terrenal del Salvador se relacionan con el Templo de Herodes. Es evidente, según las Escrituras, que aun cuando se opuso a los usos degradados y comerciales que impusieron sobre el templo, Cristo reconoció la santidad de sus recintos. El Templo de Herodes era una estructura sagrada, y pese al nombre por el cual era conocida, para Jesús era la Casa del Señor. Entonces, cuando el tenebroso velo descendió sobre la gran tragedia del Calvario, cuando por último se lanzó desde la cruz el grito agonizante: “Consumado es”, el velo del templo se rasgó en dos, y quedó al descubierto lo que en otro tiempo había sido el Lugar Santísimo. Mientras vivía aún en la carne (véase Mateo 24:1--2; Marcos 13:1--2; Lucas 21:6), nuestro Señor predijo la total destrucción del templo. En el año 70 de nuestra era el templo fue completamente destruido por fuego en la toma de Jerusalén por los romanos al mando de Tito.
El Templo de Herodes fue el último templo que se erigió en el hemisferio oriental. Desde la destrucción de ese gran edificio hasta el tiempo del restablecimiento de la Iglesia de Jesucristo en el siglo XIX, todo lo que sabemos de la edificación de templos es lo que se menciona en los anales nefitas. Los pasajes del Libro de Mormón afirman que los colonos nefitas erigieron templos en lo que hoy es conocido como el hemisferio americano; pero son pocos los detalles que tenemos en cuanto a su construcción, y menos es todavía lo que sabemos de las ordenanzas administrativas correspondientes a estos templos occidentales. El pueblo construyó un templo hacia el año 570 a. de J. C., el cual, según se nos informa, siguió el modelo del Templo de Salomón aunque muy inferior a esta lujosa estructura en esplendidez y costo (véase 2 Nefi 5:16 Es de interés leer que cuando el Señor resucitado se manifestó a los nefitas en el continente occidental, los encontró reunidos en los alrededores del templo (véase 3 Nefi 11:1--10). Sin embargo, ya para el tiempo de la destrucción del Templo de Jerusalén, no se mencionan templos en el Libro de Mormón, y por otra parte, la nación nefita llegó a su fin antes del siglo IV después de Cristo. Es evidente, por tanto, que en ambos hemisferios dejaron de existir los templos en las primeras etapas de la Apostasía y que entre el género humano pereció el concepto mismo de un templo, en el sentido particular.
Por muchos siglos no se hizo al Señor la ofrenda de un santuario; por cierto, parece que no se reconocía que tal hiciera falta La iglesia apóstata declaró que la comunicación directa de Dios había cesado; y en lugar de administración divina, asumió el poder supremo un gobierno constituido por sí mismo. Se pone de manifiesto que, en lo que a la iglesia concernía, se había hecho callar la voz del Señor; que la gente no estaba dispuesta por más tiempo a escuchar la palabra de revelación y que agencias humanas habían abrogado el gobierno de la Iglesia (véase James E. Talmage, The Great Apostasy 1953, capítulo 9).
Durante el reinado de Constantino, cuando un cristianismo pervertido se convirtió en la religión del estado, seguía aún totalmente inadvertida o menospreciada la necesidad de un lugar donde Dios pudiera revelarse. Cierto es que se construyeron muchos edificios, la mayor parte de ellos costosos y espléndidos, de los cuales algunos fueron consagrados a Pedro y a Pablo, a Santiago y a Juan; otros a la Magdalena y a la Virgen; pero no se construyó ni uno solo por autoridad y nombre para la honra de Jesús el Cristo. Entre la multitud de capillas y santuarios, de iglesias y catedrales, el Hijo del Hombre no tenía un lugar que pudiera llamar Suyo. Se declaró que el papa, con sede en Roma, era el vicario de Cristo, y que sin revelación estaba facultado para declarar la voluntad de Dios (véase The Great Apostasy, capítulo 10).
No fue sino hasta la restauración del Evangelio en el siglo diecinueve, con sus antiguos poderes y privilegios, cuando una vez más se manifestó el Santo Sacerdocio entre los hombres; y téngase presente que la autoridad para hablar y actuar en el nombre de Dios es esencial para un templo, y que éste es nulo sin la autoridad sagrada del Santo Sacerdocio. En el año 1820 de nuestro Señor, José Smith, el profeta de esta última dispensación, en esa época un joven de catorce años, recibió una manifestación divina, en la cual el Padre Eterno y Su Hijo Jesucristo aparecieron e instruyeron al joven suplicante (véase Artículos de Fe, decimosegunda edición, 1924, capítulo 1). Por medio de José Smith se restauró en la tierra el Evangelio de los días anteriores y se restableció la antigua ley. Con el transcurso del tiempo, mediante el ministerio del Profeta, se organizó La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cuyo establecimiento se distinguió por manifestaciones de poder divino.
Es significativo el hecho de que esta Iglesia, fiel a la distinción que afirma ---la de ser la Iglesia del Dios viviente, como su nombre lo indica--- desde los primeros días de su historia, empezó a prepararse para la construcción de un templo (véase D. y C. 36:8; 42:36; 133:2). La Iglesia se organizó como corporación terrenal el 6 de abril de 1830 de nuestra era, y en julio del año siguiente se recibió una revelación en la que se indicaba el sitio de un templo futuro cerca de Independence, Misuri.
El primer día de junio de 1833, en una revelación dada al profeta José Smith, el Señor ordenó la construcción inmediata de una casa santa, en la cual Él prometió investir a sus siervos escogidos con poder y autoridad (véase D. y C. 95). El pueblo correspondió al llamado con buena voluntad y devoción, y, a pesar de su extremada pobreza y frente a una persecución implacable, la obra se llevó a cabo hasta su conclusión, y en marzo de 1836 se dedicó el primer templo de la época moderna en Kirtland, Ohio (véase D. y C. 109). Manifestaciones divinas, comparables a las que acompañaron la presentación del primer templo en días antiguos, caracterizaron los servicios dedicatorios, y en ocasiones posteriores aparecieron dentro de los recintos sagrados seres celestiales con revelaciones de la voluntad divina para el hombre. En ese lugar nuevamente se vio y se oyó al Señor Jesucristo (véase D. y C. 110:1--10). Dentro de dos años de la fecha de su dedicación, aquellos que construyeron el Templo de Kirtland tuvieron que abandonarlo, obligados a huir por motivo de la persecución. Con su partida el templo sagrado llegó a ser sólo una casa normal y corriente, repudiada por el Señor a cuyo nombre se había levantado. El edificio todavía está en pie.
Los Santos de los Últimos Días emigraron hacia el Oeste, y se establecieron primeramente en Misuri y más tarde en Illinois, donde la sede de la Iglesia se estableció en Nauvoo. No bien se hubieron acomodado en su nueva morada, la voz de la revelación se oyó una vez más, llamando al pueblo a que nuevamente construyera una casa sagrada al nombre de Dios.
Las piedras angulares del Templo de Nauvoo se colocaron el 6 de abril de 1841, y se le puso el coronamiento el 24 de mayo de 1845; ambos actos se celebraron con una asamblea solemne y servicios sagrados. Aunque era palpable que se verían obligados a huir nuevamente, y aun cuando sabían que el templo tendría que ser abandonado poco después de terminarlo, todos trabajaron con fuerza y diligencia para completar y amueblar debidamente el edificio. Se dedicó el 30 de abril de 1846 aunque ciertas partes, tales como la pila bautismal, previamente se habían dedicado y usado para efectuar ordenanzas. Muchos de los miembros recibieron sus bendiciones y santa investidura en el Templo de Nauvoo aun cuando antes de terminarse el edificio, ya había empezado el éxodo del pueblo. El templo fue abandonado por aquellos que en su pobreza y a fuerza de sacrificios lo habían erigido. En noviembre de 1848 fue víctima de incendiarios, y en mayo de 1850 un tornado arrasó lo que quedaba de las paredes quemadas.
El 24 de julio de 1847 los pioneros mormones entraron en los valles de Utah mientras la región era todavía territorio mexicano, y establecieron una colonia donde hoy se encuentra Salt Lake City. Cuatro días después, Brigham Young, profeta y director, indicó un sitio en la tierra desértica, y golpeando la tierra seca con su bastón, proclamó: “Aquí estará el templo de nuestro Dios”.Este sitio es el que en la actualidad ocupa la hermosa Manzana del Templo, alrededor de la cual la ciudad ha crecido. En febrero de 1853 se dedicó el terreno con un servicio sagrado, y el día 6 del mes de abril siguiente se colocaron las piedras angulares al acompañamiento de solemnes e imponentes ceremonias. La construcción del Templo de Salt Lake duró cuarenta años; el coronamiento se colocó el 6 de abril de 1892 y un año después se dedicó el edificio terminado.
No es el propósito de este material considerar en detalle ningún templo en particular, ya sea antiguo o moderno, sino más bien indicar las características esenciales y distintivas de los templos, así como aclarar el hecho de que tanto en tiempos antiguos como modernos la construcción de templos ha sido, para el pueblo del convenio, una obra particularmente requerida de sus manos. De lo que se ha dicho, se destaca que un templo es más que una capilla o iglesia, más que una sinagoga o catedral; es un edificio erigido en calidad de Casa del Señor, sagrada para la más íntima comunión entre el Señor mismo y el Santo Sacerdocio, y consagrada a las más altas y sagradas ordenanzas que corresponden a la edad o dispensación a la cual pertenece determinado templo. Es más, para ser en realidad un santo templo ---aceptado por el Señor y por Él reconocido como Su Casa--- la ofrenda debe haberse solicitado, y tanto ésta como el que la ofrece deben ser dignos.
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días proclama que posee el santo sacerdocio nuevamente restaurado en la tierra, y que está investida con la comisión divina de erigir y conservar templos dedicados al nombre y servicio del Dios verdadero y viviente, y administrar dentro de estos edificios sagrados las ordenanzas del sacerdocio, cuyo efecto estará en vigor así en la tierra como allende el sepulcro.
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